Saturday, April 09, 2011

Saúl vuelve a postear su tarea.

Algo que escribí para la escuela y que es serio y formal y políticamente correcto y cursi y ridículo y más. 


Dicen que los mexicanos tenemos mala memoria, que olvidamos con facilidad y padecemos de una amnesia colectiva que nos protege de un pasado cuyas heridas aún permanecen abiertas. Los mexicanos, que en la práctica somos enemigos de la historia y presos de la historia oficial, recordamos pocas cosas. Aunque hay historias que parecieran grabarse en nuestra memoria, recuerdos que sobrepasan la necesidad que tiene el mexicano de olvidar. Historias que nos ayudan a escapar, que modificamos a nuestro antojo y que nos convierten en mártires o en superhéroes.
Invariablemente, en el cúmulo de anécdotas de cualquier habitante de la Ciudad de México, se encuentra alguna historia que tenga como escenario un temblor. Adorador de su rutina, las historias de temblores, los temblores representan para el chilango la oportunidad perfecta para transformar un evento mundano en una hazaña extraordinaria, una tragedia inconmensurable o n una anécdota jocosísima. No por nada el mexicano es, por excelencia, devorador de telenovelas simplonas y ridículas.
Me gustan las historias de temblores porque siempre tienen un dejo de mundanidad interrumpida. La caprichosa naturaleza, por unos cuantos segundos, se encarga de interrumpir la cotidianeidad del indefenso ciudadano común y, literalmente, sacude su mundo. Nuestro desamparado ciudadano común es víctima de embotellamientos automovilísticos, las inclemencias del mal tiempo, del nefasto horario de verano,  pero sobre todo, de la rutina aplastante y la grisácea vida del habitante de una ciudad con más de diez millones de seres errantes. Los temblores son movimiento, un movimiento ajeno a la agobiante rutina. La escala de Richter, cuando no sobrepasa los siete grados, es una de las mejores aliadas de los chilangos.
El habitante de la Ciudad de México, poseedor de un dramatismo exagerado, está consciente de que en cualquier momento el suelo podría empezar a temblar. Sabe que no debe correr, no debe empujar y no debe gritar. Sabe también que inmediatamente debe llamar a su familia, aunque entiende que la red telefónica se saturará en unos cuantos minutos y entonces esta simple tarea se convierte en una misión imposible. Sabe que un temblor lo puede tomar por sorpresa en el baño o mientras cruza la calle, en la azotea o en el jardín, en clase de historia o en una junta de trabajo, en el último piso de un edificio en Santa Fe o bajo tierra, en el metro de la Ciudad de México. Sabe que el temblor en cuestión se convertirá en un tema de conversación recurrente durante los días siguientes. Y entonces tendrá que contar su hazaña extraordinaria, su tragedia inconmensurable, su anécdota jocosísima.
A veces creo que los temblores son necesarios, que de vez en cuando se nos debe de sacudir el mundo.