Sunday, May 08, 2011

Todas las fotos felices.

¿Por qué nos tomamos fotografías? ¿Por qué insistimos en orquestar –a falta de una palabra mejor– reuniones familiares para vestirnos formales  y posar frente a una cámara? ¿Por qué las fotografías forman parte inexcusable de nuestros recuerdos? Aglomeración de porqués.
En un acto sacado directamente de principio de siglo XX, en pleno 2003 – el nuevo milenio, el siglo XXI, la era contemporánea, etcétera – mis papás pensaron que la mejor idea para preservar la imagen de la familia era con una sesión profesional de fotos. Yo tenía nueve años y no disfrutaba de las fotografías –ni antes, ni ahora, ni nunca–, odiaba ese rito de sonreír a una máquina y ser deslumbrado por la luz artificial y blancuzca que producen los flashes.
La familia se vistió formal para la ocasión; un vestido blanco y una ridícula coronita de flores para mi hermana; un traje negro hecho a la medida  y un puro a medio prender para mi papá; un vestido floreado para mi mamá. Y yo y una camisa amarilla – que inevitablemente me remite a ese dicho que dice que quien de amarillo viste, en su belleza confía –, una corbata roja, un peinado engomado y artificial y una sonrisita entre nerviosa e incómoda.
Decía Godard que el cine muestra veinticuatro mentiras en un segundo. Todas las fotografías son  entonces mentiras. Aunque la fotografía en cuestión rebasa a la mentira y se convierte en una falacia total, una distorsión extrema de realidad. Yo no era ese niño coquetón y radiante que aparece en la fotografía sino un gordito tímido y sin chiste con una infancia lo suficientemente monótona como para que pueda ser llamada  feliz.
Las fotografías tienden a idealizarnos y hacernos creer que somos otras personas. Nos maravilla la posibilidad de que, al menos en una imagen, se oculten nuestros defectos y se exalten nuestras virtudes, que nos veamos felices y seguros, familias perfectas como en una serie de televisión. Y entonces el gordito con pose coqueta y radiante sonrisa que aparece en la fotografía poco tiene que ver con el Saúl real de nueve años. Las fotografías alteran nuestros recuerdos, los modelan a nuestro gusto y deforman nuestra realidad.
La foto permanece colgada justo afuera de mi cuarto, el Saúl sonriente me saluda todas las veces que se me ocurre salir del cuarto. Y el Saúl ojeroso y que pocas veces sonríe como el de la fotografía lo saluda, pensando en el día en que ambos puedan convivir en armonía.