A mí, después de tres intentos y puras páginas babosas, me tocó una página que valía la pena y me puse bien contentote, yatúsabe.
"Write an argument between two characters that starts in bed".
He aquí mi texto:
Suenan las olas.
Crece el abismo.
Sucede lo inevitable: él se lanza con la certeza de que le crecerán alas en el instante previo a que toque el suelo.
Y entonces despierta.
Todo ha sido un sueño, ella aún sigue allí: dormida, impasible, medio muerta, hace ese ronquido molesto que se asemeja al rugido de un viejo león o a una excavadora que trabaja a toda marcha.
Se repite entonces la historia de todas las noches, todas las tardes de siesta o de todas las salidas anuales a la playa, si bien ahora esa tradición –por la falta de dinero, la falta de voluntad o acaso ambas, mezcladas con los ronquidos de ella, los malos olores de él y ese hastío que sentían el uno del otro, inevitable con el paso del tiempo– se había perdido. Él la despierta, le reclama porque acaba de interrumpir su sueño, porque ahora tendrá que ir a dormir a la sala húmeda con goteras, porque a la mañana siguiente debe de levantarse temprano, porque él tiene que llevar el pan a la mesa y a los niños a la escuela.
Y todo, de repente, se convierte en culpa de ella: la frágil economía, el tráfico de las mañanas, el mal clima, el calentamiento global, el alza en el precio de la tortilla, la caída en las remesas, la pobreza en el Tercer Mundo y, sobre todo, la infelicidad de él.
Ella escucha entre sueños, con los párpados semiabiertos y la consciencia ambivalente entre el mundo real y ese al que uno accede cuando duerme. Le dice que sí a todo, y como buena católica y madre mexicana asume todas las culpas, le murmura entre sueños que regrese a dormir porque son las tres de la madrugada y va a despertar a los niños.
Y él explota.
Enfurecido, tal vez porque cuando por fin ha decidido volcar todo su enojo y resentimiento es magistralmente ignorado, se da cuenta de su insignificancia. Piensa que es uno de esos millones de burócratas de corbata gris opaco y camisa blanca, de nombre Juan o Pedro o Jorge y que, silenciosos y cabizbajos, parecieran recorrer la ciudad –y la vida, si nos ponemos metafísicos- sin rumbo fijo.
En medio de este ataque de rabia pura y hermosa, piensa él en qué pasaría si abriera el cajón superior de su buró y sacara la pistola que le regaló su padre. Probablemente la escena sería tan trágica como hilarante, propia de un filme de aquellos autores que se vanaglorian de posmodernos. Sucedería en cámara lenta, en un tiempo etéreo e incierto. Habría sangre a montones que saldría del pecho de ella en forma de fuentes chorreantes. Las carcajadas de él y los gritos agonizantes de ella se fundirían en una melodía de una belleza que sólo él podría comprender. Pero ella vuelve a caer en el sueño más profundo. Regresa ese ronquido de león o excavadora, vuelve a ser impasible, a estar medio muerta.
Él decide postergar la escena para otro día, tal vez porque ahora está cansado y desea retomar su sueño, quiere averiguar si al dejarse caer en el abismo le crecerán alas en el instante previo a tocar el suelo
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