Thursday, December 15, 2011

Sobre Lake Tahoe, de Fernando Eimbcke o Caminar por Progreso, Yucatán

Hace un año, palabras más, palabras menos, escribí esto sobre Lake Tahoe, de Fernando Eimbcke. Hoy volví a ver esta película, busqué el texto, lo leí, le di una corregida y me gustó cómo quedó. Vean Lake Tahoe. No es pregunta. 
Juan camina por las calles de Progreso, Yucatán. Lo rodea un paisaje abrumador: un cielo infinito se conjuga con construcciones planas, descoloridas y que parecieran sumidas en la tierra, un paisaje antirulfiano en el sureste mexicano. Húmedo y ventoso, pálido y con sabor a mar, en lo que se asemeja a un road movie a pie (o abortada, como lo llama la guionista de la película, Paula Markovitch) Juan no deja de caminar por Progreso, Yucatán.
Como si fuera un Ulises adolescente, Juan emprende una travesía interna y externa: debe encontrar la pieza rota del Tsuru rojo que – ¿intencionalmente? –  ha chocado contra un poste de luz, mientras que lidia con el dolor que le provoca la muerte de su padre. Solo, Juan está obligado a recuperarse a la pérdida, contra un mundo que no lo entiende, contra la inmensidad y hostilidad del paisaje azul. Juan irrumpe en ese paisaje, su dolor se siente ajeno a la tranquilidad del cielo y a la brillantez de la luz que envuelve a Progreso. Y acaso se trate de un contraste cruel porque una tristeza tan profunda y sincera como la de Juan se desarrolla bajo ese cielo infinito, esa calma perpetua, esa laxitud que rige al universo, citando a Alfonso Reyes. Y habría que añadir también la lucha interna de Juan, su ira que no encuentra salida, su enojo contra el mundo porque es injusto, contra su madre porque tampoco sabe asimilar la pérdida, contra sí mismo porque el dolor y la tristeza son más grandes que él.
Y tal vez Juan sólo desee congelar su realidad. Alargar su letárgica caminata, caminar para buscar la pieza del Tsuru chocado, caminar para encontrarse con personajes acaso tan solos y tristes como él, caminar para hacer al dolor más liviano y la existencia menos tormentosa, caminar para nunca llegar a nuestro destino.
Si en Los 400 golpes la escena final era liberadora porque Antoine Doinel conoce el mar, aquí la ausencia del mar, y sin embargo su cercanía, hacen la existencia de Juan aún más pesada. Como si su búsqueda estuviera a punto de consumarse, pero una fuerza extraña (¿el destino?) lo impidiera. Como si Juan estuviera condenado a buscar, a seguir caminando, a ser un adolescente perpetuo.
Muchos elementos en Lake Tahoe ayuda a construir el estilo narrativo: los tiempos muertos, la pantalla en negro, los silencios que parecieran decirlo todo y callar sólo lo justo. Todo en Lake Tahoe es soledad, todo es hastío. Incluido el lago al que hace referencia el título de la película, que no es más que un escape de los personajes; la posibilidad, remota pero existente, de congelar la realidad, de seguir caminando y nunca llegar a nuestro destino.  Al final, Juan nos enseña (o acaso Eimbcke, o acaso ambos) que nunca debe uno dejar de caminar. Tal vez algún día Juan llegue al mar. O a Lake Tahoe.
Como en cualquier travesía, Juan se encuentra con una serie de personajes que, como él, tratan de escapar a su soledad. Una madre soltera adolescente fanática del rock en español, un anciano triste y amargado que sólo tiene a un perro como compañero, un adolescente aficionado a las películas de Bruce Lee. Habría que preguntarnos qué tienen en común los personajes de Eimbcke, algo que va más allá de la soledad y la incomprensión: una búsqueda perpetua. Una búsqueda que trasciende lo material, búsqueda espiritual, incompleta y mística, que da sentido a su existencia. Eimbcke sabe  que el adolescente busca, pero que lo hace de manera inconsciente, casi autómata. Una búsqueda intangible y absurda, como la de Juan, que pareciera buscas Lake Tahoe en Progreso, Yucatán. 
Por último, decía Fassbiner que entre más personal una cinta, más refleja la situación actual de un país. Habría que preguntarnos entonces cuál es la búsqueda absurda de nuestro México adolescente.

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